Sola hasta tarde
Odiaba ser la última en irse a dormir.
Nunca supe por qué, pero ver mi casa en silencio, con los corredores
callados y la tenue luz de luna que se filtraba por las persianas me era
una experiencia desagradable.
El asunto era todo un tema en mi casa:
cada vez que de pequeña me desvelaba, mi padre tenía que quedarse
conmigo hasta que me durmiese. Ya más crecida, comprendí que no debía
ser tan egoísta e instalé un viejo televisor en mi habitación para
aliviar la desesperación que sentía en esas noches en vela. Sin embargo,
cada vez que los sonidos de la casa se iban apagando, me apresuraba a
dejar lo que fuese que estuviera haciendo y me acostaba a dormir.
Las carreras por no ser la última
despierta se prolongaron hasta una noche de marzo. Ya había cumplido mis
17 años y había ingresado a la universidad hacía poco. En ese momento
decidí que debía crecer. Aprovechando la proximidad de un examen
parcial, decidí enfrentar mis miedos pasando la noche despierta y sola,
pero estudiando. Preparé café, compré algo para comer, desplegué mis
libros sobre la mesa de la cocina y comencé. Afortunadamente para mis
nervios, esa noche todos habían decidido trasnochar: las luces de los
pasillos se prendían y apagaban, mis hermanos caminaban por las
habitaciones, los televisores estaban encendidos. Todo este movimiento
calmó mis ansias y, agradeciendo la familia comprensiva que tenía, pude
concentrarme plenamente.
Alrededor de las 3 a.m., el movimiento
cesó un poco. Lo supuse normal, porque mis hermanos tenían escuela al
día siguiente y papá trabajaba. Mamá seguía despierta, porque de la
habitación contigua se escuchaban murmullos (a ella le encanta leer en
voz alta, pero esa noche seguramente mantenía la voz baja porque no
quería distraerme).
A las cinco, decidí terminar e irme a
dormir. Pude oír que mamá seguía leyendo en el cuarto contiguo. Sin
abrir la puerta, le dije, «Hasta mañana, disfruta la lectura».
Caminé por el pasillo, la luz se apagó tras de mí. «¡Mamá siempre se anticipa a mis movimientos!», pensé.
Cuando llegué al cuarto de mis padres,
para mi sorpresa, me encontré en la puerta con mi madre, quien con cara
de dormida se frotaba los ojos. Entre bostezos, me dijo:
—¡Qué bueno que hayas perdido tu miedo a
quedarte sola! Nos fuimos a dormir temprano ayer, a eso de las once,
para no molestarte. Estabas tan concentrada que ni nos animamos a
decirte buenas noches.
Mera sugestión
Mis amigos dicen que soy muy
sugestionable; creo que tienen razón. Como argumento, aducen un pequeño
episodio que me ocurrió el jueves pasado.
Esa mañana yo estaba leyendo un libro de
terror, y, aunque era pleno día, me sugestioné. La sugestión me infundió
la idea de que en la cocina había un feroz asesino; y este feroz
asesino, esgrimiendo un enorme puñal, aguardaba que yo entrase en la
cocina para abalanzarse sobre mí y clavarme el cuchillo en la espalda.
De modo que, pese a que estaba sentado frente a la puerta de la cocina y
a que nadie podría haber entrado en ella sin que lo hubiera visto, y a
que, aparte de aquella puerta, la cocina carecía de otro acceso, estaba
enteramente convencido de que el asesino acechaba tras la puerta
cerrada. Esto me preocupaba, pues se acercaba la hora del almuerzo y
sería imprescindible que yo entrase en la cocina. Entonces sonó el
timbre.
—¡Entre! —grité sin levantarme—. Está sin llave.
Entró al edificio, con dos o tres cartas.
—Se me durmió la pierna —dije—, ¿no podría ir a la cocina y traerme un vaso de agua?
El portero dijo, «Cómo no», y abrió la
puerta de la cocina y entró. Oí un grito de dolor y el ruido de un
cuerpo caer que, al caer, arrastraba tras de sí platos y botellas.
Entonces salté de mi silla, me armé de valor y corrí a la cocina. El
portero, con medio cuerpo sobre la mesa y un enorme puñal clavado en su
espalda, yacía muerto.
Ahora, ya tranquilizado, pude comprobar
que, desde luego, en la cocina no había ningún asesino. Se trataba, como
era lógico, de un caso de mera sugestión…
Ruidos
Te despierta un ruido ahogado a la mitad de la noche.
Sientes que algo extraño sucede.
Sales sigilosamente de tu cuarto, asomándote al pasillo oscuro.
Caminas de puntas y lentamente, pegado a la pared.
Llegas a la puerta. Te asomas.
La cama de tus padres está vacía.
La maldita paranoia, causada por leer
creepypastas y ver películas de terror, te obliga a cerciorarte de que
no haya sangre que indique que algo les sucedió.
La cama está tendida, y limpia.
Encuentras una nota de tu madre en la cómoda.
En la nota te explican que los invitaron a una cena de último momento y llegarán tarde.
Te relajas, sonriendo por tu imaginación.
Decides acostarte en su cama y esperarlos ahí.
Te avientas al colchón.
Acomodas las almohadas de plumas exóticas que tus papás no te compran a ti.
Sientes las colchas frescas y te envuelves entre ellas mientras te acomodas boca arriba.
Miras al techo.
Los cuerpos de tus padres están brutalmente clavados a la trabe.
Gritas, pero tu grito es callado con una almohada…